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La posibilidad de vivir
sin ira ha fecundado el odio entre los vecinos y ahora tenemos un
barrio dividido.
Después del verano, unos
empleados del Ayuntamiento colocaron junto a los contenedores de
reciclaje un contenedor rojo. Nos explicaron que se trataba de una
experiencia piloto y que si tenía éxito, a principios de año
pondrían más por toda la ciudad.
Lo cierto es que aquel
fue el primero y último que vi, de haber habido otros lo hubiera
advertido, porque el contenedor fue en sí mismo objeto de numerosas
críticas. No soy incapaz de entenderlo, una chapa de cinco metros
por ocho en forma de corazón rojo pasión no deja indiferente a
nadie, pero incluso aquellos que eran más agrios que un limón
asistieron cada viernes a la fiesta del camión de reciclado y
participaron de buena gana.
Si bien algunos nunca
exhalaron su ira en las bolsas de reciclaje, no les desagradaba ver
la ira de los vecinos menos inhibidos manufacturada en forma de
confeti de colores saliendo por la chimenea de camión. También
asistían contentos al bonito pasacalles con toda aquella gente
disfrazada de corazones gigantes repartiendo abrazos. Supongo que
incluso a ellos les agradaba el gran cambio que había dado el
cartero, tan de buen humor por aquellos días, saludando con
cordialidad desde su moto amarilla.
Una pena que la
experiencia terminara de aquella manera. Tampoco era tan difícil
seguir las indicaciones que daba el Ayuntamiento. Si todo el mundo lo
hubiera hecho, hoy seríamos mucho más felices.
El problema fue que no
faltó quien escuchara al listo de turno que dijera que lo que
soplábamos los tontos que soplábamos por la boquilla de la bolsita
de papel no era ira, sino dióxido de carbono, y que la leyenda
escrita en el contenedor era una tomadura de pelo, un agravio contra
los principios de la ciencia y un insulto a la inteligencia.
Este tipo de comentarios
eran los que corrían entonces por el barrio, caldeando los ánimos,
hasta que una mañana, los que aún confiábamos en la idea, vimos
con horror que habían tachado del contenedor la palabra “Ira” y
habían escrito encima “Dióxido de Carbono”. Afortunadamente,
entonces aún teníamos bolsas, así que la mayoría salimos
corriendo a casa a soplar cuando leímos “Deposite aquí su Dióxido
de Carbono”.
A todas luces aquello era
una declaración de guerra. Estaban dispuestos a hacer lo que fuera
necesario para retirarnos el contenedor y las bolsas de papel,
restituir la seriedad del barrio, volver a ver a todo el mundo como
había de estar, enfadado si lo que tocaba era estar enfadado.
En vista de que los que
cada viernes depositábamos nuestra ira en el contenedor éramos
incapaces de responder debidamente a sus provocaciones, el último
viernes, en un acto desesperado durante el pasacalles, la emprendieron a golpes con el
contenedor hasta derribarlo, asaltaron las
casas de todos los vecinos para incautarse de las bolsas e hicieron
con ellas una gran pira en la avenida principal. Por último,
desguazaron el camión en pleno lanzamiento del confeti, destruyendo
así toda posibilidad de que pudiéramos seguir con el programa
piloto.
Al lunes siguiente hubo
un pleno extraordinario en el Ayuntamiento en el que tuvimos la
oportunidad de exponer nuestros argumentos en aras de una convivencia
pacífica y armoniosa, pero aquello se nos fue de las manos y
terminamos tomando al alcalde por las solapas de la chaqueta y
exigiéndole que nos suministrara bolsas para soplar nuestro odio.
El titular del diario del
martes informaba: “La rápida intervención de la policía local
impide el linchamiento del primer edil por un grupo de ciudadanos
pacifistas”.
Anita! M encanta lo q escribes! Eres un verdadero boom granaino!
ResponderEliminarTú que me miras con buenos ojos... gracias, Norah!!
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