Es fácil encontrar a Soledad en
el bordillo de la acera cualquier día soleado. Si no está allí, basta aguardar
un poco para verla aparecer por el fondo de la calle arrastrando sus piernas
hasta el paso de peatones.
Soledad disfruta como una niña de
sus anhelos en el bordillo de la acera. Durante sus esperas, siempre felices,
se arregla el moño, la toquilla lila, saca del bolsillo su pañuelo bordado con
primor y se seca la lagrimilla que asoma perenne a sus ojos, se guarda el
pañuelo y suspira. Entonces, si aún no ha venido nadie, vuelve a arreglarse el
moño y la toquilla lila, a sacar su
pañuelo primorosamente bordado para secarse la lagrimilla, a doblarlo con cuidado
y guardarlo en el bolsillo.
Cuando ve a alguien acercarse, da
un saltito y, con su voz de pajarillo, entabla la conversación con un ruego:
“Hijo, ayúdame a cruzar la calle, me da miedo, estoy torpe, muy mal de las
piernas”, y así adquiere el derecho de tomar el brazo del estudiante, de la
enfermera o del fontanero y comienza a cruzar la calle risueña.
Si ha habido suerte, camina
unos metros más con su nuevo acompañante.
Le basta un vistazo rápido para
dar con la frase más apropiada: “¡Ay, qué tarea traéis con los estudios!”, o, “¿Será
posible, lo caro que está todo?”, y por lo general, si el desconocido no tiene
prisas y no se impacienta demasiado andando al ritmo lento de la anciana a
través un trazado azaroso de calles, tarda un
rato largo en aparecer de nuevo por el fondo de la calle arrastrando las
piernas.
Ya de regreso, Soledad coloca
sus piesitos en el bordillo de la acera y espera confiada. Se arregla el moño y
la toquilla lila, saca su pañuelo primorosamente bordado del bolsillo y seca su
lagrimilla. Suspira y anhela el calor de otro brazo que le regale su compañía
mientras le dure la paciencia y las ganas de contarle a una anciana desconocida
historias de la oficina, de la gripe de ese año, de las notas de los niños.